26 septiembre, 2006

El bálsamo de la Trova

Crónica del concierto de Silvio.

Lunes 18 de Septiembre en Madrid

Por Carlos Querol


A las puertas del puchero mágico me sonreí cuando pensé en todos aquellos aprendices que, como yo, habrían viajado desde sus escondites más inusitados para celebrar el aquelarre de la música de Silvio en pleno corazón del ruido capitalista. Me sonreí y los miré, porque no acertaba a adivinar el rostro que debiera llevar un aprendiz de brujo. «Que levante la mano la guitarra», pensé y de nuevo me apoderé de una frase que no era mía y, como reafirmándome, pronuncié ese pensamiento que se vertió en palabras que me sonaban a invocación y a principio de sueño, y allí me aferré.

Entré en el puchero del sueño cuando aún no se había encendido el fuego y comencé a imaginar el proceso de elaboración y los ingredientes de la pócima. Se cerró la tapa, se apagaron las luces, se encendió el fuego, se volvió a abrir la tapa y se vio finalmente el ojo del brujo, Silvio, que recorría la sala a través de su mano en forma de catalejo, que a buen seguro debía ser un calidoscopio de mil realidades.

Inauguró, pues, su embrujo arrojándonos agua del mar al caldero y con ella, una dosis de escaramujo y el izquierdo a saber. Aunque la cocción acababa de comenzar, los aplausos eran ya las burbujas del caldo oceánico y desde entonces hervimos a fuego lento. A esta ebullición se unieron las estrellas de aquella constelación de algunos afortunados, Casiopea, que se debilitaban al contacto con el calor del público. Silvio probó la suerte de una habanera y cantó al exilio irreparable, reinventando abismos y tallas del día en el claro de la luna, y continuó hechizando con un sorprendente punto cubano que trajo del campo más campechano para recordarnos que hay días y flores; y para elevar su rabia a la condición de vocación, en la que imperios asesinos de niños obtuvieron su merecido rechazo en la olla que empezaba a borbotear con más ánimo. A este punto llegó la historia de un olvidado que hacía volar el papalote a los niños y que se fue a bolina y en picado hacia la muerte para hallar el respeto de su pueblo. Acercándose todavía más a la poesía, Silvio exaltó al que, a su juicio, es el mejor poeta cubano de su generación, Luis Rogelio Nogueras, y declamó un poema desgarrador sobre el olvido de Auswitz: Halt!, que precedió a la llamada urgente del embrujo de mil y una noches en Bagdad, convocando y evocando al solitario Sinuhé. Luego, fue canto arena la espuma de ovaciones que se encaramó hasta los vértices de la sala y allí nos asomamos para presenciar su cita con ángeles, un encuentro que no sólo pretendía saldar cuentas, sino resaltar además la estupidez de las guerras; un encuentro utópico al que asistieron, entre otros, los aclamados Lorca y Allende.

Llegó el primer descanso, que abrió paso a un tema del Trío Trovarroco. Pero la tregua se fue y Silvio volvió preguntándose a dónde van aquellas aguas cotidianas y pasajeras que nos inundan de momentos que quién sabe si volverán a ser algo. Lo que volvió a ser, tras echarlo en el caldero, fue otra canción, sueño con serpientes, y el altavoz que estalló en el primer punteo fue la lengua de una serpiente, que avisó de su carácter mordaz a un Silvio que no se amedrentó porque sabe que su lucha en la revolución viene siendo tarea de cada día. Cantó la historia del soldado que no pudo vencer la gloria de la guerra y que sucumbió ante la gaviota. El ansia de libertad fue más alegre en la pequeña serenata diurna, que entonaba un estribillo casi milagroso, un regalo feliz de la vida. Y como acechaba constante el delirio, levantó el pincel y nos embadurnó de amores inconstantes y cobardes y el mosaico de todos los rostros en su horizonte resultó en un óleo de mujer con sombrero, que hizo llorar lágrimas de pintura para el brebaje. Llegábamos casi a la mitad del concierto, cuando el brujo parió dos símbolos de revolución: en alusión a Fidel, el necio se conjugaba en lealtad de los principios que se forman día a día; con admiración al Ché, estremeció al flamante fuego de la vida, que se reavivó en la era está pariendo un corazón.

El puchero incandescente rebosó ya desde este punto hasta el final de su elaboración. También desde entonces, desaparecería después de cada canción mientras nosotros, como burbujas que explotan de júbilo, ya no dejamos de pedir canciones que agraciaran el sabor que iba dejando aquel potaje. En medio de tantos deseos apareció ojalá, que correteó por todas las bocas maldiciendo a las malas musas. Luego homenajeó a su oficio a través de la guitarra que une generaciones y no deja envejecer a la canción de la Trova. Y añadió a su receta los adjetivos con que debieran llamar los poetas a Playa Girón. Silvio escribía su propia historia y nos la ofrecía después en te doy una canción, que llegaba a cada uno en punzadas íntimas que nadie quería dejar escapar. Reivindicó en la maza los instintos, la autocrítica, el equilibrio o el verbo para reencontrarnos con el sentido de las pequeñas cosas. Junto a éste, elevó el nombre de la amistad y la escribió en letra de piel sobre cada uno de los aprendices que entregaba sus brazos.

Lo que le siguió después fue un mensaje subliminal: el día en que voy a partir, pero nosotros guardábamos ese instante de felicidad y no nos queríamos marchar. Nadie se movía porque todos pertenecíamos al mismo magma y Silvio continuó con otro aviso, quien tiene viejo el corazón, pero ¿quién quería abandonar el sortilegio? El público, incansable, venía pidiendo un toque mágico, una maravilla caída del cielo que confundiera los olores anteriores y transformara en poción única e irrepetible el amasijo de canciones. Así cayó la gota del rocío definitiva, que inundó la sala o el caldero, e hizo explotar un amor al rojo vivo que se impregnó en nosotros como bálsamo contra la inercia y el desconsuelo. Sólo entonces podía acabar el concierto, porque el amor ya estaba reinventado y la pasión servida.